El día del cumpleaños de Joanne, comencé escribiéndole un poemita, el cual sin que pudiese evitarlo, se convirtió en una historia. Peor aún, la historia se me salió de las manos. Al final quedó el presagio de algo triste (así nos pasa, a los escritores “pretenders”, se nos pierde el pulso entre frases sueltas y palabras mercenarias) . Decidí guardarlo, y escribirle la carta de más abajo. Ahora creo propicio el momento para trasncribir un fragmento del cuentecito. No hay pretenciones literarias en él, es una historieta un poco parecida a los cuentos que aquel abuelo nos contaba. Lo he escrito para Joanna y pensando ella, pero también va dirigido a todos los que como yo, añoran los días felices de aquella niñez que nunca volverá.
De la soledad viene el olvido, el nunca jamás buscando consuelo en las manos vacías. Del ayer, empero, vuelven las golondrinas cansadas, a recojer trocitos de esperanza y a traer a la memoria frágil, las canciones de cuna que no se olvidan ni terminan con la muerte.
A lo lejos la niña de mejillas alegres, carita pecosa y bucles adornados por cintas semi-doradas, canta su:
“mambrú se fue a la guerra,
que dolor, que dolor, que pena”.
A este lado, la niña Margó acomoda sus dos trenzas en el cintiilo blanco y prefiere silbar llorosa, una tonada de su propio puño y letra. Porque a Margó le gusta cantar, leer, oler sus gardenias, soñar que vuela como las golondrinas, y sobre todo, escribir canciones y poemas. Se acerca un poco más al espejo, mira el movimiento de sus labios mientras canta:
“La barcarola navega hoy a la deriva,
como navegan tambien mis ilusiones,
Sé que al mar me iré a morir un día,
y he de olvidar en sus aguas mis dolores”.
La niña Margó canta y prefiere ignorar que las gardenias del jarrón ya no retoñan porque solo lágrimas turbias irrigan las raíces de sus sueños. Cada vez que se acerca a ellas, le asalta un llanto indetenible, un presagio terrible y fatal, y debe retirarse despavorida. Para Margó era desconsolador verlas desfallecer poco a poco sin sol, sin agua. No tenía la más mínima idea de porqué ocurría todo aquello, pero prefería no contarle a nadie, por temor a que las echasen fuera o quisieran apartarlas de su lado.
A fin de evadir las gardenias, decide asomarse a la ventana. Allí le llega de golpe una bocanada de aire sofocante: El olor fétido de Brooklyn, donde los fantasmas tienen alma propia y las calles parecen escenas arregladas para el rodaje de alguna película noir. Alza la vista frente al sol y el cielo pinta de manchas azules su frentecilla cansada. Divisa una bandada de golondrinas que le dicen adiós y se pierden en el vuelo, un niño harapiento se recuesta lloroso en el banquillo de la estancia, sin reparar en el soplo furioso del viento que arrastra consigo todas las hojas enfermizas, despreciadas por los árboles al llegar el otoño. Sin saber cómo o cuando, Margó queda dorrmida, la cabecita recostada a los dinteles del muro que soportan el cristal de la ventana; y ya sueña, sueña profundamente.
Al soñar se ve flotando alegre por encima de la copa de manzanos amarillos y limoneros recien plantados, se dejar caer en un columpio de oro que siempre está en movimiento y cuyas cuerdas no están atadas a ningún soporte. Salta de allí, se ve a sí misma en plena calle, bajo una lluvia furiosa de granizos, desnuda y aterida por el frío. Quiere huir y el cuerpo no le responde. Abre las manitas para detener los goterones que caen, sin embargo, estos siguen deslizandose por todo su cuerpo hacia el suelo y van formando alrededor de los pies, con su propia sangre, charquitos relucientes. Pasa la lluvia, todo ahora es oscuro y borroso. El tiempo parece quedar suspendido como en un coma, ante la señal de una mano gigante que aparece envuelta entre nubes ocres y miles de rostros enmascarados que la miran de reojo, antes de alejarse burlones. Luego, no sabe que más ocurre, y su memoria se hunde para siempre, en los confines de la nada.
Muy a lo lejos, la niña de mejillas alegres, carita pecosa y bucles adornados de cintas semi-doradas, sigue cantando y cantando:
“Mambrú se fue a la guerra, no sé cuando vendrá,
que do re mi, que do re fa, no sé cuando vendrá”.
A este lado, la niña Margo cae estrepitosa al suelo desde la ventana. Le rodea un charco de sangre que empapa su traje de lino verde, tejido en orlas blanquinegras. En las trenzas del pelo le cuelga una aureola azul, la cara pálida y aterida al piso, los ojos entreabiertos fijos en algo impreciso, la sonrisa melancólica, las manitas ensangrentadas todavía sujetas a una gardenia amarilla ya deshojada y mustia. Pero no hubo gritos que alertasen la tragedia. Nadie supo explicarse como pudo haber ocurrido el accidente. Solo las gardenias lo vieron todo y han decidido morirse en el jarrón, para no decirle ni contarle a nadie tal secreto.
Los gritos y los ¡ay!, inundan la sala. Pero la ventana sigue abierta. Y como si fuese el close-up de una escena en cinemacolor, se muestra en ella, a un grupito de golondrinas preparándose para irse una vez más de viaje. Un viaje del cual no habrán de regresar. Pues, llegado el tiempo, mientras zurcan el cielo de una patria extraña, sus alas quedarán inmóviles y morirán una a una, segadas por la maldición de la sed y la nostalgia.